Me llama la atención que muchas personas tengan sentimientos muy fuertes con respecto a ciertos colectivos, y que haya personas cuyas vidas se pasan arriba de un dado colectivo a tal punto que este colectivo se convierte en una parte integral de su vida y hasta queda invitado a la boda de la persona, pero siempre después de la medianoche porque no es un amigo de verdad y aparte come mucho.
Así es con el 60, un colectivo que forma parte de la vida de tantas personas que cuando sus trabajadores hicieron un paro de tres días en septiembre, se paralizó toda la economía del Mercosur. Si digo a cualquier persona que estoy tomando todos los colectivos de Buenos Aires, lo primero que me dicen es “¿ya tomaste el 60?”, como si esto fuera una experiencia vivencial a la altura del nacimiento de tu primer hijo, o la tercera temporada de Mad Men, cuando en realidad es un viaje bastante cotidiano entre Puente Saavedra y Constitución que termina dejando una impresión de que el 60 sobrevive gracias a las ideas equivocadas del pueblo respecto a su propia grandeza.
El 60 siempre fue un colectivo que otra gente tomaba. No era uno de “mis muchachos”, un 39, un 151, ni siquiera un 55. Me parecía un colectivo agrandado, soberbio, prepotente, pero a su vez dudaba si esto era una mera reflexión de mi propia envidia por la fama del 60. La gente se me acercaba en la calle y me decía que “el 60 te lleva a todos lados, es como LSD, man”, pero me fijé en la Guía “T” y me pareció que para mucha gente “todos lados” significa “Constitución y algunas localidades de Zona Norte”. (Por casualidad, en Constitución me encuentro en plena zona roja, donde los proveedores de servicios no tienden a esperar hasta que caiga la noche para empezar a ofrecer dichos servicios. Pasa una mujer de mediana edad vestida de encaje blanco apretado con el cual intenta tapar no tanto un salvavidas sino toda una balsa por su alrededor. No obstante, un viejo verde en la esquina, creyéndola profesional de la zona, le silba y hace ese ruido que en otras culturas se usa para llamar la atención de las mascotas. La mujer no le da bola; no es prostituta, simplemente se viste con muy mal gusto y en el barrio menos indicado.)
El 60 te lleva lejos, esto es verdad, pero ¿cuán lejos querés ir? El 60 te lleva hasta Escobar, pero ¿quién quiere ir hasta Escobar? ¿Qué es Escobar? No lo sé. Cada vez que volvamos de Entre Ríos a Buenos Aires, pasamos por Escobar y me digo “Esto es Escobar” pero aun así, no sé qué es ni qué asuntos tiene el 60 en este lugar donde el diablo perdió el poncho. Pero sigue la gente preguntándome “¿ya tomaste el 60?” y les explico que el proyecto de Colectivaizeishon se limita a la Capital Federal, por razones de cordura y una renuencia de pasar un período de tiempo Kubrickesco en un solo proyecto, y ahí la gente pierde interés en el libro, entonces trato de contarles que hay un documental de Colectivaizeishon, que incluirá al recorrido del 60 en toda su gloria, reducida a un solo minuto mágico cinematográfico, pero ya se retiraron.
Por ende, nunca me compraba todo el verso de “el 60 te lleva a todos lados”, y sospechaba que ni bien los chóferes pasaran debajo del Puente Saavedra al final del recorrido en Capital, estacionaban sus unidades al lado del río y pasaban un par de horas de distensión, tomando Legui bajado con soda y riéndose de esos porteños crédulos que sí se habían comprado ese mito de “el 60 te lleva a todos lados.”
Hasta que una noche infame de febrero de 2010 me cambió para siempre.
Estábamos saliendo de nuestro natatorio de barrio con mi querida afianzada cuando empezaron a caer, para tomar prestada una de las frases predilectas de mi querida afianzada, soretes en punta. La calle Blanco Encalada, construido arriba de un arroyo, rápidamente se convirtió en un río, llevándose una de mis ojotas. Así de cuasi manco, caminamos hasta la avenida Crámer, solo para presenciar, a nuestra desdicha, que dicha avenida parecía el Riachuelo, y no en un buen sentido. Autos se nos pasaron flotando. Seguimos hasta la avenida Cabildo, pero aun ahí era imposible atravesar el arroyo Blanco Encalada. Eran las once de la noche, no paraba de llover, y temíamos lo peor. ¿Qué era lo peor que temíamos? Que nos mojáramos un poco y que llegáramos a casa a la medianoche. Fue un momento muy dramático.
En eso apareció un colectivo. Y no era un colectivo cualquiera. Era una unidad de la supuestamente agrandada línea 60. Subimos, sin monedas.
-Por favor, sollozó mi querida afianzada, mostrando un poco de su querido escote, ¿podrías alcanzarnos las dos cuadras hasta la calle Mendoza?
-Serían die’ peso’ dijo el señor chofer.
No debíamos temer, era tan simplemente otro ejemplo más del famoso humor colectivero. Se escuchaba una canción de Phil Collins en la radio del señor chofer, “Against All Odds” o “Contra Todas las Probabilidades”. Lo tomé como buen augurio. Y así fue, que con una voluntad casi superhumano, el chofer llevó su orgullosa bestia sesentosa por el metro de agua que alguna vez se llamaba Blanco Encalada, y nos dejó en la calle Mendoza, donde caminamos cuatro cuadras aguas arriba entre flotantes bolsas de consorcio y otros residuos hasta nuestra casa.