Siempre me advierten acá sobre las heladeras. No abras la heladera descalzo. ¿Lo qué? No abras la heladera descalzo. ¿Por qué no? Te va a dar una patada. Abro la heladera. Las chispas brillan por su ausencia. ¿Se supone que me tengo que poner las zapatillas cada vez que quiera tomar algo? Sí. Aparte, ¿por qué te sacás los zapatos adentro? Es de mala educación. Sacarse los zapatos adentro de la casa es mala educación. Qué gente más rara.
Una semana después de mudarme acá, toco la parte superior de la heladera. Me da una patada. No una patada onda cruzás el living volando, pero suficiente como para hacerte sentir que alguien que no te conoce muy bien te acaba de insultar apenas. Quiero creer que es la manera de nuestra heladera de decirme bienvenido a Mesopotamia, que ahora soy uno de ellos. Pero la heladera vino con nosotros desde Buenos Aires. La sigo abriendo descalzo. Vivamos un poco.
El niño arquitecto me dice que tengo que comprar broza para la casa que estamos empezando a construir. No tengo mucha idea de qué es broza, pero es la cosa que ponen en el terreno primero, antes de todo lo demás, así que lo pienso como la esencia escombrosa de la casa. Un hombre llamado Víctor pasa por la casa de mi suegra, la sonrisa jocosa y quemada de una hombre que pasa sus días en camión yendo y viniendo a la cantera vecinal. Necesito setenta metros cúbicos de broza. Esto me parece muchísima broza. Trato de imaginarme un metro cúbico, luego cinco metros cúbicos. Encuentro que mi límite personal para imaginar metros cúbicos es doce. Dice que serán más o menos catorce viajes en su camión, a $450 por carga, que serían $6300 pero me consigue descuento de la cantera entonces $5800. Es un despliegue vertiginoso de aritmética mental, aunque seguramente esté acostumbrado a multiplicar múltiplos de $450, de la misma manera que un turista argentino en el exterior rápidamente se acostumbra a dividir todo por el tipo de cambio local.
Le digo dale, hagamoslón. Nos vemos el lunes. Me mira con una sonrisa. ¿Entendiste? Mis palabras dicen que sí, mi cuerpo dice que no. Creo que entendí. En fin, soy traductor, aunque la mayoría de mi trabajo de este mes fue para una antología literaria. Estoy bastante seguro de que pueda negociar la entrega de setenta metros cúbicos de broza en mi segundo idioma, si bien no haya encontrado una traducción satisfactoria de broza a mi primer idioma y no sé bien de qué estamos hablando. Llamo a mi suegra que está regando el patio. Le explica a ella. Resulta que sí había entendido. Fue el despliegue vertiginoso de aritmética mental que me desconcentró. Le doy tres lucas y le hago firmar un recibo ad-hoc con lápiz. Buena gente.
Después de una semana saco mi bicicleta del balcón, donde amenazaba con convertirse en una de esas deprimentes bicis de balcón, las gomas desinfladas, oxidándose bajo la lluvia, el triste recuerdo de una ambición alguna vez sana. Inflo las gomas y toqueteo sin mucha idea el asiento que está medio roto, controlo los frenos, funcionan, lo cual es conveniente porque no tendría la menor idea de cómo arreglarlos, y me mando. Andar en bici en Concepción es otra cosa después de Buenos Aires. Hay solamente cuatro avenidas principales, y solamente un recorrido de colectivo, así que si evitás eso apenas ves otro vehículo. Dejo el casco en casa, razonando que este es el tipo de ciudad donde la gente tiene una actitud bastante relajada hacia la seguridad vial, donde los motociclistas van sin casco, llevando escaleras y ovejeros alemanes arriba de sus vehículos. Si he de morir de severas lesiones craneales, será parte del destino que he elegido. Cuando estás en Roma, chocate una Vespa, como dice el refrán. Seguramente no moriré de severas lesiones craneales.
Pedaleo los cinco kilómetros hasta la obra en el borde de la ciudad. En realidad, ‘obra’ sugiere todo tipo de movimiento, grúas y hormigoneras y paraguayos en cascos amarillos. Nuestra obra es un campo al lado de otro campo, en el cual unas cuatro estructuras de ladrillo están a medio construir, y donde pocas veces veo a alguien trabajar. Imaginate una villa de emergencia incipiente, pero en el campo, una especie de villa idílica.
Mi hombre Víctor llega con su camión lleno de broza. Miro la broza. Es como tierra y piedras rojizas. Ya hay tres pilas de ella en mi terreno. Bien, bien. Lo saludo a Víctor con la mano. Me dice que seguramente no tendrá que hacer catorce viajes, que el niño arquitecto dice que diez (terminan siendo veinte, otro de los muchos malos cálculos del niño), y capaz que me ahorro algo de dinero. Qué buen tipo, Víctor. Digo bien, bien y le digo que hablaremos más tarde y otras frases vacías. Soy un brillante maestro de obra. Mi trabajo aquí está terminado. Paso pedaleando los obreros que están construyendo una casa en la otra cuadra, grito un ‘adiós’ de esa manera local que quiere decir ‘hola y chau’, y me lo devuelven dos de los albañiles (¡vamos!) y me voy pedaleando. (Las conversaciones en auto en Concepción con mi suegra son interrumpidas a menudo por ‘chau’ y adiós’ porque ve a alguien que conoce en cada cuadra. Es una mujer muy popular.)
Un asiento roto es una cosa traicionera. Te sentás en él durante diez kilómetros sin el menor desconfort. Luego descansás cinco horas, te subís de nuevo, y de repente tu culo se siente como si tuvieras una novia partuzera. Pedaleo los tres kilómetros hasta el corralón La Clarita. Andar en bici ya ha dejado de ser el idilio campestre de esta mañana, y es ahora una necesidad necia y dolorosa. Compro veinte mil pesos de cosas en La Clarita. No tengo idea qué es todo esto, ni lo veo, ni tampoco lo veré, seguramente, aparte de cuando esté instaladito debajo de nuestra casa. El mes pasado compré materiales de un valor de $250.000 de Mundo Seco (empresa que se revelerá subsecuentemente como una de las peores empresas del mundo). Me encontré con el dueño en la oficina de un financista en el microcentro. Soy medio como un abogado de la mafia, escondido atrás de las escenas con un maletín lleno de dólares. Pero en lugar de un maletín tengo una mochila, y llego en bici, transpirando en mi pantalón corto. Walter White jamás metería un dólar en el bolsillo de mi traje.
Miro el recibo de La Clarita, trato de sacar algún sentido de lo que estoy comprando. Dice cosas como:
B. HIERRO ALET. D 10
B. HIERRO ALET. A 4.0
ALAMBRE NEGRO NO16 KG ACINDAR.
Y cosas por el estilo. Entiendo algunas cosas, como alambre negro, varios tubos, algo que se llama clavos punto Paris. Gasto diez lucas en algo llamado una malla, que según tengo entendido es la manera de la gente pobre de decir ‘traje de baño’. No puede ser ese tipo de malla.
Mariano de La Clarita charla conmigo sobre de dónde soy y qué estoy haciendo acá (hay pocos extranjeros en Concepción; soy toda una curiosidad.) Tengo esa conversación nuevamente en la cual hablamos de cómo la vida es mucho mejor acá, menos estrés, la familia, es otra cosa. A la gente de acá le encanta decir ‘es otra cosa.’ Tengo esta conversación todos los días. Normalmente me cansaría de repetir los mismos clichés sobre cómo la vida en una ciudad mediana es, mirá que sorpresa, de muchas maneras menos complicada y más relajada que la vida en una de las ciudades más grandes de América. Pero la cuestión es que realmente me gusta acá, y quiero contar esto a la gente todo el tiempo, y obligarles a soportar mi conversación trillada sobre lo contento y relajado que estoy acá, a pesar de estar un poco tenso porque estoy pagando diez lucas por un traje de baño. Mariano me aprieta la mano dos veces, repite su nombre, me deja su número de teléfono. Buena gente.
La cuestión es que toda esa historia de escaparse de la gran ciudad para una vida más tranquila nunca fue la razón por la cual hicimos esto. Nos encanta la gran ciudad. Los dos nos criamos en pequeñas ciudades provincianas, pequeñas en todo sentido, y siempre quisimos huir hacia el ruido y la adrenalina y el peligro y un sistema extenso de transporte público. Hay un episodio de ‘Comedians in Cars Getting Coffee’ donde Sarah Jessica Parker dice que nos volvemos a los suburbios porque queremos que nuestros hijos tengan lo que nosotros tuvimos, a lo cual Jerry Seinfeld replica que en realidad queremos que nuestros hijos odien lo que nosotros alguna vez odiamos, y que escapen de los suburbios y de nosotros para huir a la gran ciudad.
Hubo varias razones y circunstancias que nos llevaron a dejar Buenos Aires por Concepción del Uruguay, pero nunca fuimos como esa gente que iba de vacaciones y hablaba seriamente de dejar sus trabajos y abrir una confitería de poco éxito en las sierras de Córdoba. Éramos más propensos a ir de vacaciones a otras mega ciudades y soñar con mudarnos ahí. Creo que seis meses antes de decidirnos a mudarnos a Concepción, juré que solo dejaría Buenos Aires por Nueva York, Berlín o Tokio. Aun ahora, pensamos que cuando se termine la casa, si pegamos suerte, podríamos hacer un intercambio con alguien que viva en algún agitado metrópolis global y sueñe con una vida más tranquila, sirviendo torta a turistas aburridos. De hecho, el único propósito de este libro es convencer al mundo de que Concepción del Uruguay es algún tipo de paraíso ocioso y crear un efecto parecido a él de Un año en Provence en el cual inundamos el mercado inmobiliario con extranjeros ricos que buscan un pedazo de lo que tenemos, quintuplicando así el valor de nuestra propiedad.
Hubo otro fenómeno de vivir en una ciudad grande que empecé a notar, algo que seguramente le pasa a varios habitantes de una gran ciudad cuando llegan a cierta edad: realmente no aprovechábamos la ciudad. La gente joven, de hecho la gente vieja también, parecía siempre estar yendo a nuevos restaurantes y bares copados y exposiciones de arte de renombrados artistas extranjeros que habían terminado para cuando yo empezaba a pensar en ir y conciertos en el Colón a los cuales siempre había querido ir pero nunca supe cómo conseguir entradas y eventos especiales en el parque y mercados al aire libre y picnics y pool parties, mientras nos quedábamos en casa y cocinábamos cerdo en anís de forma lenta y mirábamos Netflix y éramos felices. Si bien vivir en una ciudad vibrante como Buenos Aires te da la sensación de estar en un lugar donde todo está pasando, sospechás que todo le está pasando a otra gente cuando te quedás en casa una tarde de domingo soleada en lugar de caminar lentamente por una exposición que parecía más interesante en Facebook y a la cual solamente fuiste por un sentido de culpa por quedarte en casa un domingo soleado. Y luego te preguntás, entonces, ¿qué querés? Amigos y familia y todo eso, obviamente. Quizás una casa con jardín y parrilla. Un lugar donde mis hijos imaginarios puedan jugar. La oportunidad de hacer jardinería, cocinar, jugar al Scrabble (juego tanto al Scrabble conmigo mismo que da vergüenza; me digo que es toda investigación para una novela sobre el Scrabble que voy a escribir, pero realmente no lo es) tiempo para leer, escribir, traducir, y un lugar tranquilo donde hacerlo. Claramente, Buenos Aires quedaba afuera y Concepción del Uruguay, la ciudad natal de mi esposa, un lugar que nunca habíamos considerado seriamente, era repentinamente, y sorpresivamente, el lugar.