La vida de la mayoría de los humanos está plagada de arrepentimiento, remordimiento, cosas que preferiríamos olvidar y episodios que simplemente dan vergüenza. A propósito, yo solía ser trainspotter.
De hecho, sigo siendo trainspotter. No es algo de lo que uno pueda librarse tan fácilmente, como el sarampión o una adicción a la heroína. El trainspotting es más bien como un herpes, sin las marcas físicas pero con todo el rechazo social. Años antes de que Ewan McGregor y Danny Boyle lograran que el trainspotting fuera sinónimo de un estilo de onda urbana cool, yo solía pasar sábado tras sábado a fines de los años ochenta parado en un extremo del andén de la estación de Manchester Piccadilly o en estaciones de las ciudades menos bonitas de Inglaterra –Doncaster, Grantham, Crewe– observando los trenes que entraban y salían de la estación y anotando los números de serie de todas las locomotoras y cochemotores que viera. Luego volvía a mi casa y tachaba estos números de tres libritos ilustrados tamaño pocket que contenían todos los números de todas las locomotoras, cochemotores diésel y cochemotores eléctricos que hubiera en la red ferroviaria británica. En esto consiste el trainspotting, básicamente, y te digo que era realmente agradable. También había (seguramente hay todavía) libritos que contenían los números de serie de todos los coches y vagones de la red ferroviaria, para los que observaban y anotaban tales cosas (raritos), y libros con todos los colectivos anaranjados de la ciudad para los que observaban y anotaban los números de serie de los colectivos (aun más raritos; ¿a quién le importan los colectivos?).
El trainspotting solía ser algo que hacía todo colegial británico en aquellos días de vapor y romance de los ferrocarriles de antaño. Luego, en algún momento en los años sesenta, algo pasó –la tracción a diésel, la pastilla anticonceptiva, el acorde al comienzo de A Hard Day’s Night, nadie sabe– y casi todos los colegiales británicos dejaron de pasar su tiempo libre tratando de ver cada tren en Gran Bretaña y encontraron una manera más gratificante de pasar su tiempo, aunque quién sabe cuál habrá sido. El trainspotting se convirtió en el dominio de chicos y hombres que usaban anteojos feos –del tipo cuadrado redondeado, armazón de metal fino, que uno se imagina que combinaría bien con los lentes ahumados color amarillo y bigotes de un asesino en serie– y abrigos acolchonados, color azul oscuro, que nuestras madres nos compraban en lo que sería el equivalente británico de Legacy. Estos chicos y hombres mostraban poco interés en su presentación personal, tenían pocas amistades y el sexo opuesto les era un mundo desconocido. El trainspotting era, en fin, el hobby idóneo para el “yo” de la edad de once a catorce años.
Mis días de trainspotting, de aproximadamente 1987 a 1990, fueron tiempos de alta aventura. Rompí mis anteojos en la estación de Sheffield. Mientras corría para alcanzar el tren a Doncaster, caí en la escalera y observé impotente mientras los lentes rebotaban y se rompían en los escalones, haciéndose añicos y privándome así de la misma visión que tanto precisaba para pasar un día observando los trenes. Mi 11 amigo Stuart me tuvo que leer los números de serie de los trenes, pero sentí que estaba haciendo trampa. Si solo veía una forma borrosa, ¿podía decir con toda honestidad que había avistado ese tren?
Íbamos a Doncaster porque era la estación más cercana a Manchester sobre la East Coast Mainline (Londres-Edimburgo), y por lo tanto un lugar ideal para ver las Clase 91. Las Clase 91 eran los reemplazos de alta velocidad de las Clase 43 y eran, básicamente, puro sexo, sobre todo si uno nunca había tenido sexo.
Había visto mi primera Clase 91 aun antes de que entrara en servicio, cuando se realizaban pruebas en la estación de Grantham, ciudad feúcha donde iba todos los años a pasar las vacaciones de verano con mi abuela Clare. Ella me dejaba en el andén mientras iba a hacer sus compras en el Sir Isaac Newton Shopping Centre, que tenía un reloj decorativo con una manzana que caía cada quince minutos sobre un león que pestañeaba. Fue entonces que la vi, con aspecto futurista y misterioso a la luz de un sol poco común, una cosa jamás contemplada hasta ese día en los anales del trainspotting. Pocos momentos de mi temprana adolescencia se comparan con el día cuando vi mi primera Clase 91. Ahora parecen pasadas de moda y puntiagudas con ese estilo de fines de los ochenta, como cuando ves a un linyera que duerme en un Peugeot 405 o un Ford Sierra de veinticinco años y te acordás de que alguna vez ese era el tipo de auto que tenían las familias más ricas que la tuya.
Stuart Wilks, mi compañero en muchos de estos viajes, era un nerd como yo, y todo su tiempo libre lo dedicaba al ferromodelismo, un hobby que venía de la mano del trainspotting para casi todos sus practicantes. Pero si bien Stuart pasaba sus fines de semana construyendo modelos en escala de una estación ferroviaria inglesa imaginaria, pintando su Clase 31 12 de Hornby con betún para darle ese aspecto auténtico y “curtido”, o acompañándome a Doncaster y otras ciudades feas, no se consideraba trainspotter propiamente dicho, y por lo tanto creía que ocupaba algún plano superior al mío, porque no anotaba los números de los trenes que tanto se esforzaba para ver. En retrospectiva, su hobby de solo mirar los trenes sin anotar los números tenía aun menos sentido que el mío, porque por lo menos el mío tenía un sentido muy real y útil: ver cada tren en el país y anotar su número. Si la vida tenía un propósito más digno, no lo había encontrado todavía.
Debo aclarar, si ya no se presumió, que en los ojos de las chicas adolescentes del sur de Manchester, el yo pubescente no se consideraba un hallazgo. Muy lejos de eso, de hecho. Me peinaba con raya a la izquierda con un peine cuidadoso. Usaba los anteojos de armazón de metal de un contador de cuarenta años. Tenía pocas oportunidades de conocer a mujeres en el mundillo del ferroentusiasmo, un mundo harto masculino, sin ser terriblemente masculino, no sé si me explico (según tengo entendido, las mujeres no empezaron a realizar abiertamente actividades nerd –saber de memoria todos los episodios de Viaje a las estrellas, escuchar Rush, usar anteojos feos a propósito– hasta mediados de los años noventa). Una vez vi a una trainspotter femenina en Crewe (Crewe era recopado para avistar trenes, le decían el Temperley del Norte). Fue bastante sorpresivo. Entonces se me acercó otro trainspotter a decirme lo estupefacto que estaba él al ver no a una sino a dos trainspotters mujeres en un solo día. Miré por el andén, buscando esa otra mujer. No había otra mujer. Creía que yo era una chica.
Tuve una novia, pero solamente por el título. Su nombre era Adele, y la única vez que sumé coraje para besarla, alejó su mejilla de mis labios. Terminé la relación poco después de eso por medio de su amiga Rachel, medio que ya habíamos 13 utilizado, de hecho, para todos los aspectos del cortejo y comunicación durante ese frígido romance de tres meses. Rachel me dijo que Adele quería saber si podríamos seguir siendo amigos. Consentí como un caballero.
Entonces, en el verano de 1990, algo ocurrió que, increíblemente, superó mi momento Clase 91. Durante un intercambio francés en Béziers, besé a una chica por primera vez, pero de verdad, eh, con lengua y todo (lo de la lengua me vino como una gran sorpresa; no tenía idea de que fuera eso lo que hacían mis compañeros todo el tiempo con sus novias, sus bocas sujetadas la una a la otra), a la edad vergonzosamente tardía de catorce años, y descubrí que al final la vida sí tenía un propósito más digno que pasar un sábado en un andén ventoso en Crewe provocando confusiones de género entre los transeúntes. Volví a Inglaterra y desarmé mi propio intento de ferromodelismo, vendí mis maquetas de trenes, tiré mis libritos ilustrados de locomotoras y cochemotores diésel y eléctricos y me olvidé de aquellas cosas infantiles, por miedo de que noticias de mis hobbies llegaran al sur de Francia.
Ojalá uno pudiera abandonar el trainspotting tan fácilmente. Desde entonces, estiro el cuello cada vez que paso un patio de maniobras o cruzo un paso a nivel. Veo una plataforma giratoria abandonada y mi corazón salta. Si paso por un kiosco, miro de reojo las tapas de revistas de trenes y trago saliva, como otros miran de reojo las tapas de revistas condicionadas. Muchas veces me encuentro con un rato libre frente a una computadora cuando no hay nadie en casa y subrepticiamente busco fotos de locomotoras Clase 47 en colores “Azul Riel”, o videos de maquetas de ferrocarriles de otras personas en YouTube, tan reales que te rompen el corazón. He averiguado precios de maquetas de trenes y tales precios me han disuadido de volver por esa avenida particular. Pero los trenes de verdad siguen estando allá afuera, aunque disminuye 14 su número. Y mis ganas de tomarlos, de verlos, de estar entre ellos –de estar adentro de ellos– por ninguna razón ni propósito particular, seguían y siguen siendo fuertes. Yo no elegí escribir este libro. Siempre fue mi destino.
Antes de empezar a escribirlo, en abril de 2013, había tomado muy pocos trenes en la Argentina durante los catorce años anteriores: el San Martín desde Palermo a Retiro, a la manera de un experimento del estilo “¿existen los trenes en Argentina, y si existen, qué onda?”; el Urquiza entre Lacroze y Villa Devoto para dar una clase de inglés; el Roca desde Plaza Constitución hasta Lomas de Zamora para tomar examen de First Certificate; el Mitre entre Belgrano C y Tigre y entre Belgrano R y Retiro, ambos varias veces; y la mayor parte de la red de subte, aunque algunas líneas mucho más que otras. Esta lista me parece demasiado corta, y sin embargo es probable que sea la experiencia típica de la mayoría de los que viven en Buenos Aires y el Conurbano.
Tenía mis dudas sobre si quedaban suficientes trenes en la Argentina como para escribir más que un panfleto. La red ferroviaria argentina alguna vez fue la más grande del hemisferio sur, aunque tené en cuenta que somos pocos acá abajo, solo hay que ganarle a Brasil y a Australia y la corona hemisférica es nuestra. De todos modos, tremendo pedazo de ferrocarril era. Decenas de miles de kilómetros de vías se extendían en cada provincia del país, construidas principalmente por mis paisanos en lo que fue casi un siglo de connivencia entre una seguidilla de gobiernos argentinos fácilmente influenciables e imperialistas británicos, aunque los franceses y creo que los belgas también aportaron lo suyo, porque así funciona el imperialismo (cuando puedas, andá a ver la vieja estación de Avellaneda del desaparecido Ferrocarril Provincial; no hay forma de que los británicos la hayan construido, es demasiado elegante).
Aquel anglófilo notorio, Juan Domingo Perón, nacionalizó los ferrocarriles en 1948. Para ese entonces se habían deteriorado en cierta medida porque los británicos estaban muy ocupados con la desintegración de la economía del período de entreguerras y con un pequeño inconveniente en el continente como para hacer mucho más con los ferrocarriles argentinos que sacarles las ganancias. Después de la nacionalización, los ferrocarriles crecieron nuevamente hasta su apogeo de unos 47 059 kilómetros de vías en 1960. El mapa ferroviario de ese año es el que varios argentinos muestran a otros argentinos para deprimirlos con el relato de lo grande que alguna vez fue este país, por lo menos en ese aspecto (todavía es grande en muchos otros aspectos: Moria Casán sigue viva y, por ahora, en libertad; el país tiene uno de los índices más altos del mundo de parrillas per cápita; se le sigue dando gran importancia a sentarse y charlar mientras se comparte una infusión caliente). Luego, básicamente, Argentina hizo lo mismo que hicieron muchos otros países con sistemas ferroviarios importantes: ponerse a pelotudear con ellos. Con el crecimiento del transporte automotor privado los gobiernos empezaron a preguntarse: “¿Para qué necesitamos todos estos trenes viejos?”. Los recortes Beeching en Gran Bretaña eliminaron la tercera parte de sus ferrocarriles en los años sesenta, mientras que en Argentina el Plan Larkin de 1961 del Banco Mundial pretendió hacer algo parecido. Una gran huelga y otros factores entorpecieron el plan, que era un plan bastante malo, pero de todos modos la Argentina perdió cuatro ramales y bastante personal. La cosa mejoró a fines de los sesenta y a comienzos de los setenta: se compraron nuevos coches y locomotoras para reemplazar las viejas formaciones, y toda la operación fue renombrada Ferrocarriles Argentinos y tuvo uno de los logotipos más copados del mundo, que se completaba con un galgo, para que supieras cuán rápida era la cosa. El Expreso Buenos Aires-Tucumán corrió por primera vez en 1969, uno de los trenes más lujosos del mundo, que cubría 1100 kilómetros en tan solo quince horas, casi dos veces más rápido que el mismo servicio en 2014.
Si había algo que el gobierno cívico-militar de 1976-1983 odiaba más que los hippies peronchos de pelo largo, eran los trenes, y se empeñaron no solo en cancelar servicios sino también en la generosidad levantar las vías para que los trenes nunca más volvieran. En marzo de 1976, Argentina aún tenía 41 463 kilómetros de ferrocarriles. El gobierno militar redujo esto a 23 923 en tan solo siete años. Entonces si bien a menudo se culpa a Carlos Saúl por destruir los ferrocarriles, y con bastante razón, no quedaba tanto para destruir. Igualmente, hizo lo que pudo cuando el 10 de marzo de 1993, el hombre de las patillas de discoteca puso fin al hábito placentero de viajar largas distancias en tren, dejando la responsabilidad de mantener sus trenes a las provincias empobrecidas. Pocas pudieron. Siguieron veinte años más de negligencia posprivatización, que culminaron en la tragedia de Once de 2012. Seguramente, tras semejante carnicería, no podrían quedar suficientes trenes en la Argentina como para hacer un libro.
Busqué un mapa de la red ferroviaria de pasajeros. Era más grande de lo que yo, y quizá cualquier otro argentino no experto hubiera esperado. El sitio web sateliteferroviario.com.ar del legendario Fede Pallés (es llamativo que el sitio web más completo del país para horarios e información ferroviaria no sea estatal ni de los operadores sino un trabajo a pulmón de un puñado de ferroentusiastas) enumeraba en marzo de 2013 unos setenta servicios ferroviarios diferentes, entre ellos los trenes de larga distancia a Tucumán, Córdoba, Rosario; a Junín y Alberdi, Bahía Blanca, Mar del Plata, Tandil, General Alvear, Realicó; el Tren Patagónico que cruza Río Negro desde Viedma hasta Bariloche, el menos famoso o codiciado 17 tren sin nombre que cruza Entre Ríos desde Paraná hasta Concepción del Uruguay; un par de trenes más en Entre Ríos y Córdoba; un tren local y dos de media distancia en el Chaco y otro en Salta; un tranvía en Mendoza; el Tren a las Nubes, el Tren del Fin del Mundo, el Tren de las Sierras, un par de trenes a vapor en Patagonia (la llamada trochita); más la gran masa de trenes urbanos del Área Metropolitana de Buenos Aires, las seis líneas de subte, el Premetro, y aquel tranvía absurdo de Caballito.
Empecé a escribir este libro con la idea de subirme a todo lo que corriera sobre rieles en este país y con la intención de hacer algo en cada lugar que visitara que considerara típicamente argentino sin llegar a ser estereotipadamente argentino. (Se me ocurrió al terminar este libro que en la lista de cosas estereotipadamente argentinas con las cuales los argentinos se autodefinen –sorber infusiones de hierbas calientes por una paja, llorar cada vez que se habla del Diego, fingir que uno es italiano, la carne, el tango, la empanada, et al– nunca se menciona el bidet, cuando debe haber pocos países que tienen un índice de bidet per cápita tan alto como el de Argentina, y sin embargo los argentinos apenas se dan cuenta de que este loable hábito higiénico es una de las cosas que los hace sobresalir en el mundo, y que el bidet es un objeto tan icónicamente argentino como el bandoneón.) Me fue bien con el proyecto durante los primeros ocho meses. Luego empecé a no tomar trenes. No tomé el ramal de diez kilómetros desde Bosques hasta Gutiérrez en el Roca, porque francamente era un embole. Tomé el tren a Tandil, pero meses más tarde pusieron un nuevo tren turístico entre Tandil y Vela. No iba a tomarme la molestia de hacer siete horas de nuevo hasta Tandil para tomar ese tren. Tomé el tren a La Plata y meses más tarde empezó a correr el Tren Universitario. Si me daba faca volver al hermoso Tandil, imaginate las ganas que tenía de volver a La Plata. Tomé el tren hasta Córdoba pero no tomé la línea desde allí hasta Villa María, porque es la misma línea que va a Buenos Aires, no encontraba alojamiento porque ese fin de semana transcurría uno de los miles de festivales de folclore que hay en Córdoba cada verano, y aparte es un viaje aburrido por campos interminables de soja. De hecho, si bien mucha gente me comenta que supone que se deben avistar paisajes lindos desde los trenes del país, siendo este un país que, pese a sus problemas, por lo menos tiene unos paisajes estupendos para salvar el orgullo nacional, casi todos los viajes fueron como la línea entre Córdoba y Villa María, horas pasando lentamente por la monotonía de un campo de algún cereal, y después de un año empecé a darme cuenta de que no tenía mucho que decir sobre semejante monotonía, si bien una cosa que sí se puede decir sobre tanta monotonía mientras uno viaja por un llano verde interminable es que no hay muchas experiencias más argentinas que esta. Decidí que en lugar de escribir un libro largo y monótono sobre todos los trenes del país, escribiría este libro, que es un libro realmente súper sobre varios viajes en trenes argentinos y a la vez sobre la Argentina en general, escrito por alguien a quien realmente le gustan los trenes argentinos y la Argentina en general.
Fue una combinación de aquellos rasgos harto argentinos –la informalidad, la afabilidad, la generosidad– lo que finalmente me permitió viajar arriba de una locomotora, dieciocho meses después de empezar este proyecto interminable, y unos veinticuatro años después de guardar tales sueños de ferroentusiasta adolescente en el tercer cajón de la cómoda de sueños adolescentes incumplidos.
Eran las tres de la mañana en alguna pintoresca estación ferroviaria campestre construida a comienzos del siglo xx por los británicos en el medio de la nada. La mayoría de las estaciones que figuran en este libro son así. Mis intentos de dormir habían fracasado por culpa de los asientos duros y las luces que se negaban a apagarse. Bajé para fumar en el andén, donde Matilde, una mujer que apenas conocía de Facebook, hablaba con el maquinista y su copiloto, quienes habían llegado a la estación quince minutos antes de horario para poder disfrutar de una pausa extendida para fumar. El copiloto, uno de esos argentinos tan charlatanes que hablaría hasta con un poste, le preguntó a Matilde si quería viajar arriba de la locomotora, y ella pidió si yo podía venir también. Fue así de fácil.
Entonces en el medio de la noche hice algo que siempre quise hacer pero nunca me había atrevido a pedir, y trepé por los tres peldaños a un lado de la locomotora (una General Motors de los años cincuenta), caminé por un angosto pasadizo, y entré en la cabina al fondo. Aparte del asiento del maquinista y de su copiloto, solo había un banquito de plaza donde no entrábamos Matilde y yo. Entonces los ferroviarios arrancaron un gran panel metálico del motor y lo apoyaron entre este y el banquito para improvisar un asiento para los dos. Nada de esto era particularmente legal, como seguramente está más que claro, pero fue muy simpático, lo cual es mucho más importante.
El maquinista hizo sonar su bocina triste mientras el copiloto, un ex apicultor que se cansó de que las abejas lo picaran y volvió a los ferrocarriles, dispuso una pavita sobre una hornallita eléctrica y calentó el agua para el mate (mientras nos explicaba que eso tampoco era del todo legal, por si nos quedaba alguna duda), y ahí nos quedamos, mateando y charlando durante dos horas, a medida que la locomotora hacía su lento progreso por una vía simple y oscura, abriéndose camino entre las ramas y el monte, sus faros iluminando ese sendero por el medio de la nada, mientras lechuzas revoloteaban en las luces, y el maquinista hacía sonar la bocina para avisar a un zorrino en las vías que se corriera justo antes de que lo aplastáramos y nos invadiera con su olor. El sol se levantó afuera de una ciudad con nombre de presidente muerto, y decidí en ese momento dedicar este libro a los ferroviarios Eduardo y Ángel, y a todas las demás personas que trabajan o trabajaron alguna vez en los ferrocarriles argentinos. Este libro es para ellos.